La cámara parpadea un par de veces antes de comenzar a grabar. No hay luces profesionales ni guion; solo el sonido del aire y una respiración que intenta mantenerse tranquila. El enfoque tiembla un poco, como si también dudara de lo que está capturando. No hay música, solo el silencio que se mezcla con la curiosidad. Cada movimiento parece improvisado, pero hay algo auténtico en esa falta de control. La luz cálida del cuarto resalta los pequeños detalles —una sombra que se mueve, un gesto que apenas se nota, una mirada que dura un segundo más de lo necesario. No se trata de mostrar, sino de sentir. De dejar que el momento fluya sin pensar demasiado. Todo parece torpe y real al mismo tiempo, como si la cámara fuera un testigo tímido de algo que no se planeó, pero que tampoco puede detenerse.

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